La mirada del famoso psicólogo y escritor, Pablo Melicchio, sobre lo que pasa en las rutas y ciudades que transitamos. Desde la agresión a la calma. ¿Qué clase de conductor eres?
Debería fundarse una escuela de manejo donde se verifique que la persona interesada en aprender a manejar sepa primero conducirse por la vida, porque quien no sabe manejarse en su cotidianidad difícilmente pueda hacerlo por las calles y las rutas. A nadie habría que facilitarle el registro de conducir si antes no demuestra sapiencia en las dos cuestiones fundamentales del existir: cuidarse y cuidar de los demás. El registro más importante es el del valor de la vida.
Hay personas que conducen el automóvil como se manejan en sus vidas, nerviosas, agresivas, descargando en los demás sus frustraciones, sus broncas y resentimientos. Gandhi enseñó que no hay que comer cuando se tienen pensamientos negativos porque de este modo con el alimento se ingiere esa negatividad y se enferma el cuerpo. De la misma manera, no se debería salir a manejar si hay enojos, furia, porque se terminará proyectando en la calle ese malestar. La ciudad está enferma, es ruidosa y violenta como consecuencia de los seres que salen al mundo a descargar sus odios.
En esa escuela de manejo se debería enseñar la importancia del autoconocimiento y el autocontrol. El prefijo auto significa de o por sí mismo. Primero “conócete a tí mismo”, como decían los dioses griegos y estaba escrito en la entrada del templo de Apolo, en Delfos, Grecia. Conocerse, ser pacientes y tolerantes, para tomar buenas decisiones ante las pruebas que se presenten cada día en la vida, como en las calles y las rutas.
En la primera clase de manejo se tendría que aclarar que se puede enseñar a conducir, pero que esa enseñanza será solo la base, porque lo fundamental es manejar con estilo propio a medida que se van capitalizando experiencias. No nacemos con un manual para aprender a manejarnos ni con un registro para conducirnos por los caminos de la vida. En el mejor de los casos, una madre, un padre, alguna figura adulta podrá instruirnos, enseñarnos, decirnos cómo aprendió él o ella a manejarse y manejar. Pero tarde o temprano hay que salir con lo aprendido y con lo que se aprende andando, porque jamás se sabrá todo, porque nunca se tendrán todos las certezas y porque además no hay suficientes carteles ni avisos que anticipen todas las eventualidades que surgirán en las curvas del existir.
Debería comprenderse que la sabiduría es como el embrague, hay que acompañar y pasar los cambios sin forzarlos, con delicadeza. No hay que desesperarse. Siempre hay un camino, incluso cuando nos sentimos extraviados estamos en un camino. Y siempre hay un destino, una meta, aunque no seamos conscientes, vamos hacia algún lugar; solo la muerte es el final del camino, al menos de un camino que se inició cuando nos parieron en este mundo. Mientras tanto, ser conscientes de que cada día es un inicio que implica poner primera y atención, salir confiados de que hay un destino, o al menos una dirección; destino y dirección que podrán ir cambiando como pueden cambiar nuestros deseos y nuestras ganas. Y lo más importante: tener siempre un horizonte, un pretexto para ponernos en marcha y salir a celebrar la vida.
Hay que fundar una escuela de manejo orientada al cuidado de la vida. Los accidentes de tránsito están en el podio del ranking de las causas de muertes en el mundo. Por eso hay que enseñar la responsabilidad que implica manejar, tomar el volante, la velocidad. La ruta, el camino, la calle, son espacios donde nos encontramos, donde estamos en interconexión, donde lo que hacemos o dejamos de hacer puede ayudar o perjudicar a los demás. El primer aprendizaje debería ser el de preservar la vida, el resto se aprende andando.
Sobre el autor: Pablo Melicchio es un famoso psicólogo y autor consultado por numerosos programas de televisión, radio y medios escritos.
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